Capitán Conan

Título original: Capitaine Conan.

Año: 1996.

Nacionalidad: Francia.

Dirección: Bertrand Tavernier.

Reparto: Philippe Torreton, Samuel Le Bihan, Bernard Le Coq, François Berleand, Catherine Rich.

Las guerras crean despojos humanos. Tal vez sea ese el mayor drama que llevan aparejado los conflictos bélicos, amén del siempre imperdonable aluvión de muertos y heridos que implican. Porque sí, las vidas truncadas o mutiladas constituyen una desgracia evidente e, incluso, palpable, pero… ¿Qué sucede con aquellos combatientes que llegan al fin de las contiendas físicamente intactos – o casi –, pero psicológicamente deshechos? ¿Cómo reinsertar en las sociedades de postguerra a esas personas tan acostumbradas a lidiar con la muerte que, como se ha expresado románticamente en libros y películas, “se quedaron allí, pese a volver a casa”? Tal reflexión es especialmente oportuna, a la par que preocupante, cuando se piensa en unidades de élite, en fuerzas especiales con un grado de adiestramiento tal que convierten el combate en una forma de vida en sí misma. Es una de las grandes paradojas de la guerra: cuanto mejor entrenado esté un sujeto para soportar sus rigores, más posibilidades tendrá de sobrevivir, pero, al mismo tiempo, menores serán sus opciones de retornar y encajar plenamente en un mundo en paz. Y no olvidemos que el proverbio que reza “la violencia engendra violencia” es, por desgracia, mucho más cierto de lo que se cree.

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Capitán Conan’, la gran incursión del laureado cineasta francés Bertrand Tavernier en el oscuro y fangoso universo de la Primera Guerra Mundial, es precisamente un relato sobre semejante contradicción, más allá de sus espectaculares escenas de combate y de su rescate de una parte de la historia del conflicto poco conocida para el gran público: la del Ejército Francés de Oriente y su intervención, pocos meses después del fin de la contienda, en la Revolución Rusa, lo que retrasó el regreso a Francia de sus componentes. Los protagonistas de esta tragedia son los integrantes de un pelotón de “preventivos” – soldados encausados por diversos delitos y enviados a unidades disciplinarias para acometer peligrosas misiones de infiltración y sabotaje –, auténticos proyectos de “despojos”, liderados por el sanguinario, aunque carismático y leal, capitán Conan (interpretado por un Philippe Torreton digno del Oscar). Con el fin de las hostilidades en 1918, su unidad, habituada a la lucha e incapaz de asumir los deberes de la paz, se lanzará a toda clase de excesos contra la población civil en los territorios ocupados, mientras anhela el estallido de un nuevo conflicto en cuyas fauces volver a sentirse como en casa. Una oportunidad que a Conan y a sus esbirros les llegará a orillas de Danubio, donde intentarán frenar el avance bolchevique.

Considera por no pocos críticos como una de las mejores películas antimilitaristas de todos los tiempos, el relato de ‘Capitán Conan’ discurre lejos de las trilladas moralinas acerca del salvajismo de la institución militar, pese a lo cual es un ataque directo a dicha institución en su calidad de creadora de “monstruos”, en una línea que guarda ciertas semejanzas con la de ‘La chaqueta metálica’ de Kubrick. Tampoco es una cinta que muestre el horror de las trincheras, pues estos soldados franceses tan alejados de su patria libran una guerra en las escarpadas montañas y los fangosos lagos del centro y este de Europa, ignorados por sus conciudadanos, embarcados en una aventura enloquecedora y sanguinolenta a cuya razón de ser son totalmente ajenos. No hay dudas en esos hombres, ni tampoco vacilaciones. No son soldados, sino guerreros, como muy atinadamente apunta el oficial protagonista a su idealista amigo, el teniente y abogado Norbert (Samuel Le Bihan). Y los guerreros solo matan y mueren.

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Hay una permanente sensación de abandono en estos hombres, esclavos al servicio de Francia, resignados al constatar que, pese al fin de la Gran Guerra, deben continuar en filas a la espera de esa nueva intervención contra el comunismo ruso. No hay héroes entre ellos; o, al menos, no el sentido moral, correcto para los estándares de nuestra civilización, del término. El propio Conan no es un héroe, sino un líder forjado a fuego en el fragor de la batalla, una suerte de jefe de guerra indio que guía a su partida de caza de un botín a otro, de una matanza a la siguiente. Como los harapientos soldados de los Tercios españoles que Arturo Pérez-Reverte describe en su serie literaria ‘El capitán Alatriste’, los “preventivos” buscan en su orgullo de guerreros un consuelo, un opiáceo con el que mitigar el dolor que les causa la certeza de que, al igual que sus compañeros de los regimientos regulares del Ejército de Oriente, a nadie importan ya sus correrías bélicas. Y eso, ligado a su desconocimiento de las normas que orquestan la vida civil, los convierte en unos seres frustrados, resentidos y peligrosos.

La puesta en escena es sobria, sin casquería gratuita ni espectacularidades vacuas, aunque impactante por su realismo y por la precisión de que hace gala. Tanto las batallas campales – tremenda esa carga a la bayoneta monte Sokol arriba contra las posiciones búlgaras – como las incursiones a cuchillo y granada perpetradas por el cuerpo franco de Conan ponen los pelos de punta por la naturalidad con la que son recreadas, aportando lecciones que Hollywood debería tener en cuenta más a menudo. Del mismo modo, el comportamiento de los soldados galos para con los civiles macedonios y rumanos, censurable a todas luces, es planteado con un realismo tal, con una ausencia de afán de crítica fácil, que, a veces, resulta complejo llegar a conclusiones sencillas y crucificar a unos hombres que han debido renunciar a su condición de seres civilizados por imposición externa, por la coacción de la muerte.

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Nada sobra en esta película, todo un ejemplo de equilibrio, calidad y mesura dentro del meritorio campo del cine europeo actual. Acción, drama, historia y ética se funden en un producto necesario, diferente, triste y desesperado, que arranca de raíz las flores del patriotismo, de la gloria y de la épica, y las reemplaza por el yermo terreno de la matanza, del sinsentido y del abandono. Del uso hasta el extremo de ese recurso prescindible para la institución castrense que es el hombre, y de su destino final, una vez finalizada la necesidad bélica. Una palmada en la espalda, una sonrisa complaciente, algunas medallas que pronto se cubrirán de óxido, y retoma tu vida si puedes.

Muchos, como el propio Conan y sus “deshechos”, no lo consiguieron.

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